Y empezó a acumular piedras, una tras otra. En la orilla. No cualquiera. Las redondeadas no servían, porque se resbalaban una sobre la otra. Sólo recogía aquellas que estaban llenas de aristas. Y, una tras otra, las fué colocando en su lugar. Con mimo y esmero.
Llegó el día en el que la última piedra estuvo en su lugar. Una barca, de piedra. La echó al agua; se subió y asió el timón, con firmeza. Pero no llegó muy lejos. El peso de la barca la lastró, y eso supuso su perdición. Se quedo encallada a dos palmos de la costa, resistiendo el embate de las olas.
Pero a JS no le importó. Estaba en el mar, en SU mar. Y allí se quedó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario