miércoles, 8 de octubre de 2008

Oasis

Es un rincón oscuro, y entrañable, en encrucijada de piedra. Del techo, de las paredes, entre decenas de luces y velas, cuelgan restos de mil y una vidas, rescatados de quién sabe qué polvoriento desván. Sillas y banquetas desvencijadas, pero que resisten siempre un nuevo pulso contra el equilibrio. Te sientas en la barra, y abres el libro que es compañero inseparable estos últimos días. Un té moruno con hojas frescas de menta. Un trocito de bizcocho de semillas de amapola, regalo de ella para el paladar. Él acaricia y golpea la darbuka, incansable, bajo su gorra de bisera que ya es marca de fábrica. Se desliza con la música de fondo, recio pero tierno a la vez; y en cada entreacto, me habla de sus viajes, del viejo músico al que quiso conocer y que los acogió en su casa. Ella aparece, y una broma cómplice nos arranca una sonrisa a los tres. Descubro la infusión de karkadé, en vaso de bordes dulces. Vapor que se escapa de las teteras, sobre los hornillos, y con él el olor. Ella enciende una vela, y lo hace, compadecida, para mí. Lectura en penumbra, a la lumbre, que arranca sombras nerviosas de la tinta y me transporta a tiempos pretéritos, previos a la magia de Tesla. Cambio de parche a la darbuka: compleja operación, aderezada con una conversación sobre autores e historias. La insólita pareja de amantes otoñales llega, aplaude con pasión, y se retira, hablando de nuevos días que vendrán, o no vendrán.

Y al final, despedida y cierre, con un "hasta luego" . Cambio y corto. Travesía del desierto.

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